Dirigida por Ernst Schaeffer, esta expedición tenía el sello de identidad de la Ahnenerbe nazi, una organización que, aunque en principio nació para dar validez a las más antiguas tradiciones arias, pronto se destacó como una sociedad cuyos miembros realizaron todo tipo de extraños viajes. Concretamente, se destacaron en el campo de la arqueología al buscar artefactos como la lanza de Longinos o el Santo Grial.
En 1938, la Ahnenerbe se propuso dar un paso de gigante y organizar un viaje a la región del Tíbet.
“Encabezada por (') Schaeffer, y compuesta por un grupo de cinco investigadores alemanes acompañados por 20 voluntarios de las SS, en la expedición al Tíbet existía un interés arqueológico y antropológico, pero no olvidemos que parte de las actividades de la Ahnenerbe se centraban en el estudio de las leyendas y las tradiciones, y (') sin duda estaban interesados en los mitos y leyendas tibetanas”, determina el investigador José Lesta en su libro El enigma nazi. El secreto esotérico del III Reich, editado por Edaf.
Objetivos demenciales
No obstante, el artífice real de la expedición no fue otro que el archiconocido líder de las SS Heinrich Himmler, quien, ya en 1936, tenía todo tipo de planes para el grupo de alemanes que viajarían hasta lo que en ese momento era el fin del mundo.
Entre sus primeros objetivos se encontraba el de certificar que el origen de la raza aria se encontraba en el Tíbet.
“Existe un documento secreto en el que (') Schaeffer (') recuerda su primer encuentro con el jefe de las SS: ‘Himmler me habló de su creencia de que la raza nórdica no había evolucionado, sino que había descendido directamente del cielo para asentarse en el continente desaparecido (Atlántida), y que antiguos emigrantes de ese continente habían fundado una gran civilización en Asia Central. Creía que algunos tibetanos eran descendientes directos de esta civilización y que los arios provenían de esta etnia”, determina el autor.
Sin embargo, éste no era ni mucho menos su objetivo más rocambolesco, ya que el grupo de viajeros nazis también recibió órdenes de hallar todas las pruebas posibles para demostrar la teoría de que la Tierra estaba hueca. Concretamente, la cúpula nazi se había hecho eco de la leyenda que afirmaba que, dentro de la corteza terrestre, habían galerías que conectaban los diferentes países entre sí y que el centro de dichos corredores se encontraba en el Tíbet.
El reino de Shambhala
A su vez, y como misión final, Schaeffer debía viajar en busca de la ciudad perdida de Shambhala, un misterioso lugar cuya ubicación era desconocida pero del que se hablaba en la tradición tibetana. No obstante, el interés en este territorio no era arqueológico, sino militar, pues los nazis pensaban que, si hallaban el emplazamiento, podrían invocar a un misterioso héroe tribal, Gesar de Ling, quien les ayudaría a dominar el mundo.
“Gesar de Ling vivió aproximadamente en el siglo XI y fue el rey de la provincia de Ling, al oeste del Tíbet. Al término de su reinado, los relatos y leyendas sobre sus logros en cuanto guerrero y gobernante se difundieron por todo el Tíbet ('). Algunas leyendas afirman que Gesar de Ling retornará viniendo de Shambhala para someter a las fuerzas de la oscuridad en el mundo”, determina el lama tibetano Trungpa en declaraciones recogidas en el libro de Lesta.
El mejor jefe de operaciones
Bajo todas estas pretensiones se preparó la expedición, la cual estuvo comandada por uno de los grandes aventureros alemanes de la época: Ernst Schaeffer.
“Schaeffer había estudiado zoología y biología en la Universidad de Botinga y allí empezó a abrazar la causa nazi. Su vida daría un giro de 180 grados cuando conoció a un joven estadounidense en Hannover (') al que acompañaría a una expedición con tan sólo 21 años”, explica Oscar Herradón en su libro La Orden Negra, el ejército pagano del III Reich.
Este alemán tenía entre sus logros el haber sido el primer occidental en matar a un oso panda y el haber llevado a cabo un viaje hasta el Himalaya. Para acabar de completar su currículum, a una corta edad se afilió a las SS, cuerpo del que ya era oficial cuando se le encargó dirigir el viaje hasta el Tíbet. Sin duda, era el mejor hombre para Himmler, que, casi sin dudas, recurrió a su ayuda.
“La expedición contaba también entre sus filas con Bruno Beger, un joven y aplaudido antropólogo que también buscaba los orígenes de la ‘raza superior’. (') Junto a estos partirían también hacia el Tíbet el geofísico Kart Wienert y Ernest Krause, entomólogo y fotógrafo. El experto en técnica y organización era Edmund Geer”, completa Herradón.
Comienza la aventura
Tras llevar a cabo todos los preparativos, en abril de 1938 comenzó la esperada expedición. Una de sus primeras paradas, ya en Asia, fue el territorio de Sikkim, una puerta natural para entrar en el Tíbet. Este lugar fue de gran utilidad para uno de los miembros de la expedición, Beger, quien llevó a cabo todo tipo de mediciones y experimentos con la población local.
“Beger haría minuciosos análisis de los rasgos físicos de los lugareños (') y realizaría siniestras ‘mediciones craneales’: medía la longitud, anchura y circunferencia de sus cabezas ('), de su boca, nariz' Según la ciencia racial imperante en el Reich, los nórdicos, la raza superior, se distinguían (') por una frente ancha y un rostro alargado”, explica Herradón en el texto.
No obstante, éstas no fueron las únicas pruebas que haría este doctor. “Utilizaba también máscaras faciales de yeso, material (') que les provocaba ahogamientos, escozor e incluso quemaba su piel”, agrega. De hecho, tal era su falta de escrúpulos que en una ocasión casi acabó con la vida de un joven lugareño cuando la pasta penetró por su nariz y boca.
La ciudad sagrada
Después de esta parada, atravesaron el último tramo del trayecto, el que les llevaría hasta la ciudad sagrada de Lhasa.
“Durante el viaje, Schaeffer se entregaba de forma enfermiza a la caza para conseguir exóticos especímenes para los museos del Reich. Bruno Beger confirmaría más tarde que Schaeffer, realmente fuera de sí, en ocasiones llegaba a beber sangre de algunas de sus presas tras haberlas degollado. Según éste, les conferían fuerza y potencia”, añade Herradón.
En 1939, pocos meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, la expedición llegó a las puertas de la ciudad, hogar del Dalai Lama, por aquel entonces nada más que un niño. Antes incluso de comenzar las investigaciones de campo, ya habían logrado una gran proeza para Alemania: hacer que los pendones con la esvástica se alzaran en lo alto del Tíbet. Una vez alcanzada la aldea iniciaron sus pesquisas recogiendo raros ejemplares de todo tipo de especies poco conocidas y llevando a cabo miles de fotografías y filmaciones.
Tras dos meses de investigación, el grupo volvió a casa por orden de la cúpula nazi, temerosa ante el inicio de la contienda contra Polonia. Sin embargo, y aunque no lograron verificar las descabelladas teorías que pretendían, no regresaron con las manos vacías.
Los curiosos regalos del Tíbet
Una vez en el corazón del Reich, Schaeffer y sus compañeros fueron tratados como héroes e, incluso, rodaron un documental con todas las imágenes captadas en su viaje. A pesar de todo, todavía tendría que pasar mucho tiempo hasta que finalizara la investigación y el análisis de todos los especímenes que había traído del Tíbet.
A su vez, los alemanes trajeron consigo un curioso regalo. “Tras la llegada corrieron rumores sobre la existencia de un documento de singular valor y que Hitler habría colocado en una habitación cerrada y sin ventanas (') en la sala donde supuestamente meditaba. Pues bien, dicho documento existió. No era otra cosa que un pergamino en el que el Dalai Lama habría firmado un tratado de amistad con la Alemania nazi y reconocía a Hitler como jefe de los arios”, asegura Lesta.
Un misterioso final
No obstante, nunca se llegó a saber a ciencia cierta si la relación entre el Tíbet y la Alemania nazi era tan estrecha como demostraba aquella carta. “Todas las pruebas sobre la conexión (') se irían diluyendo con el transcurso de la guerra y los bombardeos”, explica el autor de El enigma nazi.
Lo que sí es cierto, según Lesta, es que “cuando al final los rusos entraron en una de las sedes de la Ahnenerbe en Berlín, yacían muertos varios soldados de raza mongola sin distintivos de ningún tipo. Todos portaban unas extrañas dagas ceremoniales y estaban tendidos en el suelo formando un círculo” (ABC.es).
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