domingo, 17 de marzo de 2013

Sangre y arena: los juegos de guerra paceños en el siglo XIX

Una duradera y llamativa tradición paceña ha sido prácticamente olvidada en nuestros días: los juegos de guerra juveniles, que duraron la mayor parte del siglo XIX. Consistían en un enfrentamiento a pedradas entre dos bandos de jóvenes en la Serranía del Calvario, entonces en los extramuros de La Paz.

El clérigo paceño S. Marín, en 1877, relata: “Los bandos que (se) circunscriben (y) se afrontan a la pelea son los caja aguadeños (de la zona de la Caja de Agua, actuales alrededores de la plaza Riosinho) y churubambeños (de la zona de Churubamba, actuales alrededores de la Terminal de Buses) [dos secciones considerables de población]. Pero, ¿por qué motivo, por qué antecedentes? Nada. Por sólo el placer de combatir y nada más (') ¿Cuáles son las armas de combate? Unas soguillas de dos varas (entre 154 y 180 cm) de largo: las hondas. ¿Y las balas? Son las piedras que levantan al paso (') ¿El día y la hora de la pelea? (') Son todos los domingos y jueves del año. La serranía del Calvario se cubre de gente desde el mediodía y el combate principia de dos a tres de la tarde y dura hasta las seis”. Los jóvenes que caían prisioneros eran azotados con ramas de ortigas por los vencedores.

Para entonces, estas peleas eran ya una tradición masculina que pasaba de padres a hijos. Probablemente cobraron fuerza por la gran inseguridad producida durante el periodo de caudillismo de la época republicana. Aunque Marín piensa que datan de un tiempo inmemorial, los juegos de guerra paceños no fueron mencionados en las fuentes del final del periodo colonial, ni siquiera en la época del cerco de Túpac Katari (1781). Empero, las batallas, revoluciones y masacres que ocurrieron en La Paz durante la Guerra de la Independencia (e.g. 1809, 1811, 1815) fueron el posible inicio de la violencia reprimida y acumulada que desembocó en estos juegos de guerra.

Éstos lograron vencer las barreras de la sociedad estamental paceña. Hispanos e indígenas, pobres y ricos, se enfrentaban en un nivel de igualdad –algo que sólo tiene paralelo en el carnaval–, como indica Marín: “¿Y sus jefes? No tienen uno seguro; cualquiera es bueno, con tal de que en osadía y temeridad se distinga. ¿Quién los alienta, dispone, dirige los fuegos y todo lo que requiere una buena táctica militar para cimentar el orden en el calor de una refriega? (') Cada combatiente es un jefe, un soldado y no necesita más que de tiempo para esterminar (i.e. “exterminar”) a los que él llama sus enemigos (') ¿Cuántos niños decentes han sido golpeados por sus mismos criados en el mismo combate y después de él?”.

Entre cientos de niños

¿Cómo explicar este comportamiento colectivo tan generalizado, en el cual probablemente participaban cientos de niños? El estructuralismo brinda una posible respuesta: una cantidad significativa de violencia acumulada en el inconsciente colectivo se canalizaría a los juegos masculinos –los cuales durante la niñez y la adolescencia suelen usar fuerza física–; luego, por una permisividad social cada vez mayor, llegaría a convertirse en un enfrentamiento a pedradas.

Empero, los juegos de guerra no desembocaban en violencia ciega –como ocurre con muchas pandillas de nuestra época–, ya que no perdían nunca su componente lúdico; por eso, se respetaban días y espacios precisos para el enfrentamiento y la violencia no se extendía a las calles de La Paz.

Sin embargo, tampoco hay que pensar que los juegos de guerra eran inofensivos; Marín dice: “En cuatro horas de bárbara lucha ['] ¿cuántas víctimas han caído en tierra? ¿Cuántos heridos se han precipitado en las hondas grietas por no caer prisioneros? ['] Viene la noche y todavía se perciben los gritos de los heridos y mutilados. ¿Quién tendrá piedad de ellos?”. Alguna vez, inclusive, algún niño murió accidentalmente; era lo que cabía esperar de juegos con hondas y piedras.

Además, era llamativo que estos juegos de guerra solamente tuvieran lugar en la ciudad de La Paz, al punto que los visitantes foráneos quedaban sorprendidos por ellos.

Es posible que fuera por la disponibilidad de un campo de batalla con gran cantidad de piedras, por la falta de control social en ese espacio (la Policía sólo controlaba las calles más céntricas) y por la violencia acumulada en la sociedad por la convulsa situación política, aunada a un bajo grado de seguridad ciudadana (bandidos como el célebre Zambo Salvito actuaban con impunidad).

Las corridas de toros

Luego de la Guerra del Pacífico, la violencia juvenil empezó a canalizarse hacia otra actividad, cada vez más popular en toda Hispanoamérica: la tauromaquia o corridas de toros.

Eduardo Diez de Medina, en su obra De un siglo al otro. Memorias de un hombre público, publicada en 1955, relata cómo la recreaban los niños paceños en la década de 1880: “En esos días de vacación y de holganza, solíamos organizar cuadrillas de toreros para lidiar ovejas, cabritos topadores triscando [i.e. haciendo travesuras] en los amplios patios de las casas coloniales”.

Como se ve, los juegos de toreo tenían la ventaja de hacerse en un ámbito doméstico y de producir mucho menos daño que los juegos de guerra, por lo que estos últimos perdieron popularidad.

Adicionalmente, las autoridades comenzaron a perseguir a los contendientes con la fuerza pública; sin embargo, sólo consiguieron ahuyentarlos temporalmente con salvas que aumentaron la diversión de los jóvenes.

Estos esfuerzos tienen relación con el inicio de la masiva escolarización de la juventud paceña a partir de 1885, complementada con la disciplina impuesta a los niños desde los establecimientos educativos.

Por ello, la violencia se trasladó de los juegos de guerra a la rivalidad entre colegios, como indica Rafael Reyeros en su libro Historia de la Educación en Bolivia. De la Independencia a la Revolución Federal , publicado en 1952: “El escolar de las (escuelas) municipales (era) descuidado en el vestir, descalzo, a veces desgreñado; (era) duro. Criado sin mayores cuidados ni mimos, copiosamente alimentado, curtido por la intemperie, se imponía en las lides”.

Para la década de 1890 aún se registraban noticias de esporádicos juegos de guerra, denunciados por la prensa. Sin embargo, la ciudad se fue expandiendo hasta urbanizar Challapampa y una parte de la Serranía del Calvario, por lo que el campo de sangre y arena de los juegos de guerra se redujo notablemente.

Finalmente, surgió una nueva actividad, en este caso deportiva, la cual eventualmente canalizó casi toda la violencia inconsciente de la juventud masculina: el fútbol, que incluso reemplazó a la tauromaquia como distracción principal y, seguramente, le dio a los ya alicaídos juegos de guerra el golpe de gracia definitivo.

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