lunes, 3 de septiembre de 2012

“Lugar donde fueron hechos los dioses” o “Ciudad de los Dioses”

Cuando me invitaron a escribir sobre algún viaje que me haya impresionado, me entró la incertidumbre: estaban en mi memoria Antigua en Guatemala y el Templo Mayor de Tenochtitlán, las misiones chiquitanas y La Habana Vieja o la Huaca Pucllana, las iglesias del Cusco o de Potosí, Machu Picchu o -por qué no- el Palacio de Bellas Artes o el Teatro Colón o el Museo Nacional de Antropología de México o las salas de la porteña Corrientes, entre tantísimos otros, todos con tantos méritos como disímiles eran.

Pero decidí -por lo intenso de su recuerdo- escribir sobre Teotihuacán, “la Morada de los Dioses”.

Cercana al Distrito Federal -distancia que me pareció más larga por la aceleración que mi ahijado Tin le imprimía a su coche, en esa paradoja que me recordaba a Möbius donde mi pánico a la velocidad me hacía sentir que demoraba mucho lo que cada vez estaba más velozmente cerca-, cualquier acercamiento previo (por internet, documentales o fotografías) definitivamente es insuficiente frente a estar en el inicio de la Calzada de los Muertos, resguardada siempre -impresionante y dominante celador- por la Pirámide del Sol hasta la plaza de la Luna y su pirámide.

Caminar por los largos kilómetros de Miccaohtli -la Calzada, más de dos kilómetros hoy, aunque le atribuyen haber tenido cuatro-, recorriendo su amplia ruta en el silencio impresionante del lugar -a pesar de sus siempre centenares de visitantes- es una experiencia sobrecogedora, quizás similar a la que se siente en medio de las Pirámides de Guiza con la Esfinge de acompañante o dentro del gaudiano Temple Expiatori de la Sagrada Familia. Porque realmente fue el silencio que llenaba aquel espacio inmenso, que “callaba” las voces -sin necesidad de dejar de hablar- de todos los que estaban recorriéndolo, lo que más me impresionó y me confirmó cuán infinitamente pequeños somos, que no es sentirnos insignificantes.

Ciudad de sinsentidos -los del sonido perdido son algunos-, nadie sabe cómo sus habitantes la llamaban pues su nombre actual -“Lugar donde fueron hechos los dioses” o “Ciudad de los Dioses”, en náhuatl- se lo dieron los mexicanos muchos siglos después de que ya no existiera la ciudad, cuando este pueblo norteño llegó en el siglo XV al Valle de Anáhuac: el Valle de México. La mayor ciudad conocida de América en los primeros cinco siglos de nuestra era -llegó a tener 85.000 habitantes en el siglo V d.C., en una época en que la Roma de los Césares colapsaba, aunque autores mencionan que en su apogeo llegaron a habitarla más de 200 mil personas en 18 kilómetros cuadrados de edificaciones-, oTeooootihuacán, fue geométrica: al centro, la Calzada de los Muertos dividía la ciudad humana -la del comercio y los gobernantes, los palacios y el pueblo- de la de los Dioses, recorriéndola casi definidamente de sur a norte, desde la Ciudadela con la Pirámide de la Serpiente Emplumada -el gran mito mesoamericano- hasta la Pirámide de la Luna -erigida en honor de Chalchihuitl-cueitl, la Luna, diosa de las aguas y los nacimientos y dualidad de Tláloc-, menor en dimensiones que la del Sol pero cuya cúspide termina a igual altura por estar sobre terreno más elevado. En territorio de los Dioses: la Pirámide del Sol -ofrendada a Huitzilopochtli, el Sol-, la segunda más grande de América después de la también mexicana Gran Pirámide de Cholula; las grandes dimensiones de la del Sol la hacen ver desde varios kilómetros de distancia. En la ciudad de los hombres se destaca el espléndido Palacio de Quetzalpapalotl -“Mariposa de plumas”, con espléndidas pinturas murales y bajorrelieves de piedra-, el de los Jaguares y el de Tepantitla; también ocupa lugar importante la Ciudadela, plaza de gran tamaño al extremo sur de la Calzada de los Muertos, sede de edificios de gobierno, de residencias de sacerdotes y de templos menores, donde se rendía culto a Quetzalcoatl -“Serpiente Emplumada de Quetzal”, dios benigno de la sabiduría- y Tlaloc -el dios de la lluvia y la fertilidad-, quienes serían incorporados después a las teogonías que le sucedieron en Mesoamérica.

Surgida en el siglo I a.C., en el VII d.C. empieza la rápida decadencia de esta gran cultura agrícola hasta que desaparece totalmente como centro poblacional el siglo siguiente -incendiada, saqueada y en parte destruida-, quedando como un sitio de referencia del misticismo mesoamericano.

Hasta acá, la memoria de un día impresionante dedicado a conocer más nuestras historias. Pero no podría cerrarlo sin el recuerdo de los más exquisitos tacos de nopal que probé en todas mis estadías en México, en un pequeño restaurante a la vera del camino de salida de las pirámides.

Así, disfrutó mi espíritu y mi gula. Lo invito a usted a hacerlo también.


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